Grecia

Una tormenta larga y cruel se cierne sobre el Egeo: ciudades sitiadas desde el campo y desde el mar, epidemias que diezman multitudes, generales que prometen gloria y conducen al desastre, tiranos de un día y héroes que caen sin remedio. Aquí arranca el período clásico tardío: desde la guerra civil griega hasta el rayo macedonio.

La chispa que enciende la pólvora es la enemistad entre dos modelos de poder. Atenas, respaldada por su liga marítima y por una democracia que paga jornales a jurados y remeros, defiende un mundo abierto al comercio, a los puertos y a la retórica. Esparta, guardiana de la disciplina hoplítica y del campesinado armado, sostiene un orden severo, desconfiado del brillo urbano y de la novedad. Los pretextos inmediatos son alianzas enredadas en colonias, boicots comerciales y afrentas de honor. Pero el fondo del conflicto es más hondo: quién decide cómo se vive en Grecia. La guerra del Peloponeso estalla con promesas de campaña corta y se convertirá en una devastación prolongada.

Los primeros golpes los da Esparta, que invade el Ática con ritmos de cosecha, quema campos y fuerza a los campesinos atenienses a refugiarse tras los muros largos que conectan la ciudad con el puerto del Pireo. Pericles, el político más influyente de Atenas, manda cerrar filas: nada de batallas campales en tierra contra la élite hoplítica lacedemonia; la guerra se ganará por mar, con incursiones costeras, control de rutas y paciencia. El plan es racional, pero la fortuna le da la espalda. Una peste entra en la ciudad hacinada, tal vez llegada por las mismas vías marítimas que la alimentan. La enfermedad no distingue rango: mueren ciudadanos, metecos, esclavos y, al cabo de poco, el mismo Pericles. La democracia, súbitamente sin su voz más prestigiosa, queda a merced de oradores hábiles y generales ambiciosos.

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A pesar de la epidemia, Atenas encadena victorias notables. En una bahía del Peloponeso, un comandante ingenioso encierra a hoplitas espartanos en una isla y, contra todo pronóstico, los obliga a rendirse. La imagen del enemigo invencible se resquebraja, y la ciudad celebra. Pero la guerra, testaruda, devuelve el golpe. En Lesbos, el debate sobre el castigo a los rebeldes divide a la asamblea entre la cólera y la mesura; ese vaivén moral, registrado por un historiador que escribe desde el destierro, revela hasta qué punto la democracia es una máquina de deliberar a la intemperie. En un rincón sin murallas, los atenienses dictan la ley del fuerte y borran una comunidad como ejemplo; esa decisión quedará como cicatriz en la memoria de Grecia.

Entonces aparece el proyecto que marcará el punto de no retorno: la expedición a Sicilia. Los atenienses, fascinados por la riqueza de Siracusa y por la posibilidad de cortar las alas a aliados del Peloponeso, se convencen de que tomar aquella isla será la llave de la victoria total. Un joven brillante y peligroso, seductor en el ágora y audaz en la estrategia, empuja el plan con una mezcla de encanto y presunción. Parte la flota mayor que Atenas ha armado nunca. Pero antes de que el casco insignia cruce la larga ruta, la ciudad acusa al propio promotor de sacrilegio, lo llama de vuelta y luego no lo deja defenderse. El joven, temiendo por su vida, deserta y acaba aconsejando a enemigos de su patria. La expedición queda al mando de hombres valientes, pero menos capaces de improvisar. El cerco a Siracusa se enreda en errores, rivalidades y decisiones tardías. Cuando Esparta decide enviar un general con fama de zorro y los siracusanos encuentran su ritmo, la operación ateniense se desmorona. La derrota en tierra y en mar, coronada por una retirada nocturna que se convierte en marcha del dolor, es una tragedia épica sin coro. Miles de atenienses mueren o terminan trabajando en canteras bajo el sol siciliano.

Esa catástrofe abre una nueva fase. Esparta, aconsejada por desertores atenienses y financiada por oro persa, construye una flota para desafiar el dominio del Egeo. Revueltas oligárquicas agitan a Atenas, que por un momento parece al borde de abandonar su régimen. La ciudad, sin embargo, recupera el pulso: restaura su asamblea, arma tripulaciones con lo que queda de su plata y confía en comandantes que conocen cada estrecho y cada viento. El juego se traslada al Asia Menor, donde sátrapas persas pagan a capitanes espartanos y ateniense se ven obligados a prometer sueldos que no siempre pueden cumplir. Un almirante espartano, frío y tenaz, encadena victorias, corta líneas de suministro y tienta a ciudades aliadas de Atenas a cambiar de bando. El duelo final en aguas del Helesponto, con una playa llamada Egospótamos como escenario, liquida la resistencia naval ateniense. Esparta cierra el anillo sobre el Pireo. La ciudad de los muros largos, de los templos espléndidos y de los teatros vibrantes, se rinde.

La caída de Atenas no trae la paz sosegada que muchos esperaban. Esparta impone gobiernos de pocos en las ciudades vencidas y coloca gobernadores vigilantes. En Atenas, el régimen de los llamados treinta tiranos, exterminador y vengativo, inaugura un tiempo de expropiaciones y listas negras. Pero la experiencia dura poco. Exiliados guiados por un estratega con talento y olfato recuperan paso a paso el control, vencen a guarniciones espartanas y restablecen la democracia, que sorprende al mundo con un gesto de moderación: ofrece amnistía casi general. El perdón como política es una lección memorable en medio de tanta sangre.

Mientras tanto, la hegemonía espartana se revela costosa. Su dureza alimenta resistencias; sus campañas en Asia para “liberar a los griegos” se topan con el pragmatismo persa y con la evidencia de que la guerra exige pagar soldados y barcos. Al poco, una coalición amplia de poleis, entre ellas Atenas, se levanta contra los lacedemonios en la llamada guerra de Corinto. Los combates en tierra y mar son parejos y desgastantes. Persia, dueña del oro y árbitro a distancia, fuerza a los griegos a aceptar una paz dictada desde Susa: las ciudades de Asia quedan bajo mano persa, y en Grecia se reconoce la autonomía de las poleis, lo que en la práctica blinda intereses espartanos. La llamada Paz del Rey, también conocida por el nombre del embajador espartano que la rubricó, es la confesión de que el equilibrio heleno se decide ya con mano oriental sobre la balanza.

En ese tablero agotado irrumpe una novedad. Una ciudad central, famosa por sus atletas y por su orgullo, despierta con dos líderes extraordinarios. Tebas, harta de la mano espartana, encuentra en Pelópidas y Epaminondas una mezcla rara de audacia, ética y genio táctico. En una batalla que hará historia, los tebanos rompen la formación hoplítica tradicional con una cuña profunda en su ala izquierda, apoyada por una guardia de amantes-soldados cuya cohesión es célebre. El choque en la llanura de Leuctra acaba con el mito de la invencibilidad espartana. Epaminondas no se detiene. Lanza invasiones al Peloponeso, libera Mesenia del yugo lacedemonio y funda ciudades con murallas modernas para que el cambio sea irreversible. La hegemonía tebanadura poco, pero deja huellas: Esparta jamás recuperará el dominio perdido, y el mapa político vuelve a moverse.

Durante este vaivén, Atenas intenta una segunda liga marítima, esta vez con la promesa explícita de no repetir abusos. Por un tiempo, el experimento funciona: la ciudad recupera una parte de sus rutas y de su gloria naval, el Pireo vuelve a zumbar, las grúas levantan proas y los tribunales resuelven pleitos de mercaderes de media cuenca. Sin embargo, el cansancio financiero y los flirteos con hegemonías ajenas minan la empresa. Un conflicto con aliados que se sienten explotados estalla en una guerra social; Atenas vence a duras penas y comprende que ya no puede ser la dueña del mar como antes. Mientras las viejas potencias se miran de reojo, otra fuerza madura en el norte.

Macedonia, hasta entonces vista por muchos griegos como periferia áspera de pastores y reyes inquietos, se transforma en una maquinaria moderna bajo Filipo. Este monarca, cautivo en su juventud en ciudades griegas y buen alumno de enemigos y maestros, reforma el ejército con una infantería armada de largas lanzas que convierten a la falange en un erizo difícil de penetrar. Añade caballería de choque, ingenieros que asedian con paciencia y dinero acuñado con el metal de minas recién controladas. Filipo no solo pelea: compra, promete, casa a su familia con media Grecia, envía embajadas suaves como seda y amenaza con dureza cuando conviene. Mientras Tebas y Atenas discuten y Esparta se lame heridas, el norte avanza. Una coalición griega, tardía y mal avenidaya, intenta detenerlo en Queronea. Allí, el hijo adolescente de Filipo manda una carga de caballería que rompe la línea ateniense; el ala tebanahéroica muere casi hasta el último hombre. Grecia queda unificada, por primera vez, bajo un liderazgo forzado. Filipo convoca una liga panhelénica con centro en Corinto y se presenta como protector de la paz y adalid de una guerra común contra Persia. Al poco, una daga lo mata en un festival. El destino, caprichoso, abre paso a un joven educado por filósofos y forjado por campañas: Alejandro.

Desde el inicio, Alejandro parece escuchar a dos voces: la de un maestro que le enseñó a buscar causas y medida, y la de un padre que le mostró que la audacia puede más que la aritmética. Su primera misión es asegurar el norte y recordar a Grecia que la unidad no es una sugerencia: un movimiento fulminante reduce rebeliones y arrasa una ciudad que había desafiado. Luego cruza hacia Asia con un ejército no muy grande, pero disciplinado y confiado. En la orilla de un río que baja rápido, derrota a sátrapas persas con una maniobra de manual que combina caballería en cuña e infantería paciente. Meses después, en una llanura que mira a montañas, enfrenta por primera vez al Gran Rey en persona; la batalla se rompe en el centro, y el monarca huye dejando a su familia real en manos del invasor juvenil, que trata a las princesas con respeto estratégico. La gran innovación de Alejandro no es solo su valor temerario, es su fineza para mezclar miedo y seducción.

El asedio a la orgullosa Tiro, una isla invencible, muestra su capacidad de convertir lo imposible en obra de ingeniería: levanta un dique, acerca torres, bate murallas durante meses y entra por fin con furia y ceremonia. En Egipto, donde los persas eran detestados, se corona faraón y funda una ciudad que llevará su nombre, ambición de faro comercial y cultural. Cuando el rey persa reúne otra vez un ejército enorme y lo espera en el corazón de su imperio, Alejandro repite su fórmula: clava a su infantería, desenfunda a su caballería por la brecha justa y persigue hasta convertir la retirada en fuga. Entra en capitales orientales, quema un palacio en un gesto mitad venganza, mitad teatro, y marcha cada vez más lejos en busca de un enemigo que muere antes de enfrentarlo de nuevo. A partir de ahí empieza la parte más turbia y fascinante: bodas mezcladas, integraciones de élites locales, fundaciones de ciudades, adopción de trajes y ceremonias orientales que escandalizan a macedonios recios. El rey, convertido en figura que coquetea con la divinidad, empuja a sus tropas hasta los confines de la India, cruza ríos con elefantes en la otra orilla, gana peleas agónicas bajo lluvias monzónicas y, cuando sus soldados dicen basta, se retira en una marcha por un desierto que cobra una factura de vidas imposible de olvidar.

Al regresar a Babilonia, Alejandro planea más: flotas que circunnaveguen costas, expediciones hacia Arabia, reorganizaciones del imperio. Pero el cuerpo no acompaña. Una fiebre lo tumba y muere rodeado de generales que ya se reparten mapas con la mirada. Con él se cierra el período clásico tardío y se abre el mundo helenístico, esa mezcla fecunda de griegos y no griegos que hará de la koiné una lengua común desde Egipto hasta Bactria. Los diadocos, sus generales, se matarán, pactarán y se volverán a matar por décadas, pero esa es otra historia.

Mientras los ejércitos marchaban, la cultura respiraba. La comedia ateniense se volvió más personal y menos política; el público reía con historias domésticas y enredos de identidades. La tragedia tardía de Eurípides, a menudo escrita en el exilio, puso en escena mujeres salvajes y reyes desgarrados por contradicciones íntimas. Sócrates, figura incómoda que preguntaba sin descanso qué es la justicia y cómo se vive bien, fue juzgado por impiedad y corrupción de jóvenes en un clima enrarecido por derrotas y sospechas; aceptó la sentencia y bebió la cicuta en el atardecer más famoso de la filosofía. Sus discípulos, cada uno por su vereda, construyeron edificios intelectuales distintos: Platón soñó una ciudad ordenada por filósofos y abrió una escuela donde el diálogo era método; Aristóteles levantó un museo de saberes que abarcaba desde la lógica hasta los seres vivos, y educó, de paso, a un príncipe macedonio que escuchó a medias. Isócrates defendió la elocuencia como virtud cívica y escribió cartas ardientes para convencer a los poderosos de que la unidad griega era el único camino. Demóstenes, enemigo acérrimo de Filipo, lanzó filípicas que todavía hoy se estudian como modelo de alarma patriótica; su destino trágico, tras la derrota, es emblema de la tensión entre palabra y fuerza.

El arte acompañó el cambio de sensibilidad. El ideal severo de la primera mitad del siglo dio paso a formas más flexibles, cálidas y humanas. Un escultor celebró los cuerpos jóvenes con una sensualidad nueva, una Afrodita que no teme estar desnuda y un Apolo que parece respirar. Otro maestro talló expresiones intensas, ceños fruncidos, bocas entreabiertas que muestran dolor y deseo. Un tercero alargó las proporciones y convirtió a héroes y atletas en figuras esbeltas que ocupan el espacio con naturalidad. En arquitectura, la mezcla de órdenes y la decoración exuberante inauguraron un lenguaje que se expandirá por todo el Mediterráneo. Grandes tumbas monumentales y altísimos templos costeros fueron carteles de poder en ciudades deseosas de exhibirse. La moneda, con retratos cada vez más realistas, se convirtió en propaganda portátil: el perfil de un monarca o el emblema de una polis decía más que un tratado.

La economía, golpeada por décadas de guerra, encontró oxígeno en la circulación de plata y en redes comerciales que, pese a todo, no se rompieron. Mercenarios griegos, desde arqueros cretenses hasta peltastas tracios, vendieron su pericia a quien pagara. Oficiales atenienses reformaron la infantería ligera con tácticas que humillaron a hoplitas pesados. Ingenieros corintios levantaron máquinas que abrían brechas donde antes solo había resignación. La técnica, en suma, dejó de ser invisible: se volvió protagonista.

Nada de esto debe ocultar las sombras. El período clásico tardío es también el de los exilios masivos, los destierros por decreto, las confiscaciones, la crueldad de facciones, la hambruna en ciudades sitiadas, la esclavización de poblaciones enteras. Es el de mujeres que sostienen casas y ritos mientras los hombres se matan, el de metecos que hacen prosperar talleres sin acceder a la ciudadanía, el de esclavos que mueven la economía con su trabajo y siguen mudos en los juramentos públicos. Es el de una libertad cívica brillante para algunos y fuertemente limitada para otros. Reconocerlo no debilita la admiración; la vuelve adulta.

También hay controversias que la historiografía no ha cerrado del todo. La responsabilidad exacta de líderes atenienses en la catástrofe siciliana, las cifras de tropas en batallas clave, la interpretación de discursos preservados por historiadores que escribían con ojo literario, el alcance real de la amnistía ateniense, el momento preciso de ciertas reformas militares macedonias, todo eso se discute con pasión. Y, sobre todo, sigue abierta la gran pregunta: ¿fue inevitable que una Grecia agotada por guerras internas cayera bajo el dominio macedonio, o hubo caminos alternativos que se cerraron por miopía de elites y rencores provincianos? La historia no concede segundas funciones, pero sí lecciones.

Tal vez la más potente del período sea esta: que una civilización puede producir, al mismo tiempo, su poesía más honda, su pensamiento más arriesgado y sus guerras más destructivas. Que una democracia, con todos sus defectos, puede cometer horrores y aún así encontrar recursos para perdonarse y empezar de nuevo. Que una aristocracia de guerreros puede enseñar virtudes de disciplina y caer víctima de su propia rigidez. Y que un joven rey del norte, mezcla de educación griega y ambición oriental, puede abrir puertas de mezcla cultural que cambiarán la historia del mundo.

Imaginemos, para despedirnos, tres escenas que se tocan sin tocarse. En Atenas, una tarde, un jurado popular escucha a un anciano de mirada fija que rehúsa pedir perdón por pensar; en la ladera de la Acrópolis, un escultor pule la curva de un hombro con una ternura que parece sacrílega; en un taller del Pireo, un cambista hace tintinear tetradracmas con el búho vigilante. Al mismo tiempo, en Tebas, un general dibuja sobre la tierra una cuña oblicua y sonríe como si ya viera a sus enemigos huir; y en Pella, un adolescente que mira lejos practica la lanza a caballo, mientras un maestro le habla de las causas y de las formas. Años después, ese muchacho cruzará el Helesponto con un ejército pequeño y un mundo por delante. Cuando muera, Grecia habrá cambiado de escala para siempre.

Así se cierra el clásico tardío: con ciudades que se dejaron la vida y el alma en una guerra fratricida, con hegemonías efímeras que enseñaron lo que vale y lo que cuesta mandar, con reformas políticas que ensancharon la voz del pueblo y con un conquistador que hizo del griego una lengua de imperios. La luz que encendieron tragedias, discursos y mármoles no se apagó con la rendición ni con la fiebre: viajó en barcos, cruzó desiertos y montañas, y se mezcló con lenguas y dioses que hasta entonces eran ajenos. Por eso, cuando pronunciamos hoy palabras como amnistía, estrategia, ciudadanía, retórica, ironía, tragedia o filosofía, escuchamos aún el rumor de aquel mar y el golpe de aquellas lanzas.

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